Yereván
Por Luis Salazar Orsi
Yereván es el nombre de la capital de una de las repúblicas más pequeñas y singulares del mundo: Armenia, la de los ocres intensos y aceros contundentes. Tuve la dicha de visitarla a fines de los años ochentas del siglo pasado.
Realicé el gran viaje con un grupo de estudiantes de la universidad moscovita donde estudiaba, pero en realidad hice el viaje solo y animado solamente por un solo motivo: ver, con mis propios ojos, los legendarios montes Ararat. Y no por la jacarandosa arca de Noé —una de las fantasías más pintorescas y tontas del Oriente— sino por ellos mismos, pues, según había leído en la adolescencia, los Ararat serían uno de los conjuntos montañosos más bellos del planeta. Y aquello en mí —como Lyon[1], Albi[2], Alcalá de Henares[3], Matara[4], Contamana[5], el molino de Daudet[6], Machaguay[7], la llanura de Higosurco[8], las pampas de la Quina[9] o el santuario de Meudon[10]— era un imán irresistible para mis talones y mochilas, pues en el mismo instante en que las correas de mi zaino[11] preferido empezaban a aflojarse, yo sentía que ya era hora de enrumbar en pos de otros horizontes o espejismos, que son casi lo mismo.
Yereván, pues, en aquel invierno, me cayó como anillo al dedo. Al bajar del tren en la ciudad capital, me di cuenta que el armenio escrito era una hábil combinación de cáscaras de naranja, cortadas en tiritas, y trozos delgados de viruta, de tal modo que me compré de inmediato un diario de la localidad que, de vuelta a Moscú, regalé a mi compañero de cuarto, el acordeonista Alieksándr Bogdasárov, un hombrecillo de grandes ojos, sonrisa perenne y bajísima estatura, de origen armenio.
En aquellos años mi repertorio de hombres célebres de Armenia o de origen armenio era muy escueto, pero eso ¿qué importaba, ante la magnitud del triple coloso de nieves y rocas? Enumero: Petrosián, el ajedrecista; Saroyán, el ingenioso y tierno escritor; Aznavurián, el afamado cantautor; Isaakián, el fabulista… y vete parando de contar.
La ciudad capital era un verdadero enredo porque me dijeron que se encontraba edificada sobre los cerros mismos. ¡Y hasta tenía tren subterráneo! Y así, entre paseos, visitas, conciertos, comedores, buses, tormentas de nieve y avenidas iban pasando nuestras dos semanas de vacaciones, cuando me percaté que ya teníamos que retornar a la rutina de los estudios, unos dos o tres días después. ¡Y yo que me había cansado de hurgar los ocho horizontes, a todas horas del día, y no había visto todavía ni su chupita[12] de los Ararat! Me atreví entonces a preguntar y a soltar a los vientos mi tonante secreto: —¡Los Ararat, pues, doroguíye druziyá[13]!
Cuando preguntaba, todos bostezaban y miraban a otro lado, pero yo seguía insistiendo, ya con bastante pánico y casi sin aliento: “¡Visitar Yereván y no poder contemplar los Ararat!” Hasta que una noche me encontré con uno de esos prácticos que viven en toda partes y que te sacan de apuros estés donde estés: sobre una frágil canoa en medio del Amazonas; dentro de un micro de Comas[14]; en crudo invierno en la jalca de Pishcohuañuna[15]; en la copa de una gruesa lupuna[16] sin soga para bajar, o cojo y perdido en los suburbios del Este de Chiclayo…
En cinco minutos el pata[17] me dio muy claras instrucciones que yo debía seguir ad pedem literae[18] si quería ver los Ararat: el apu[19] venerable y ancestral; el espíritu visible de todos los pueblos de aquella parte del Asia; el símbolo del alma de los armenios, hombres que se aferran con todas sus fuerzas a sus montañas, a su estirpe, a la vida. Me dijo que durante esa época del año los montes Ararat no se veían desde Yereván ni de día ni de noche porque una espesa capa de niebla cubría toda la zona, desde el amanecer; que esos montes solo podían ser vistos desde cierto sector apartado de la ciudad, justo en el momento de la aparición del alba, y durante unos treinta minutos solamente, antes de que cayera de nuevo la espesa niebla del día… A nadie le interesó la perorata ni las advertencias, pero en ese momento yo supe bien lo que tenía que hacer. Y respiré aliviado. Y esa noche me acosté sabiendo que mi viaje más deslumbrante hacia el sur del continente asiático ya estaba justificado.
Y tomé aquella breve ruta como un reto y una obligación de vida o muerte. Me levanté cuando todos mis acompañantes y amigos aún dormían, y cuando la ciudad estaba iluminada solamente por una amarillenta luz artificial. Tomé el autobús de la línea necesaria. Me bajé en el paradero especificado, aún en plena oscuridad. Éste quedaba justo al pie de una montaña que yo tenía que subir por esos caminillos de herradura que tienen todos los cerros caminables. Lo escalé, al comienzo a tientas, el tiempo indicado —una media hora— mientras una tonalidad azulina iba aclarándolo todo en forma imperceptible. Mientras subía, observé que en esa misma falda de montaña habían construido un hotel gigantesco que tenía forma y color de choclo[20]: cada grano era una habitación. ¡Me di cuenta que era un alojamiento de lujo, especialmente construido allí para que pudieras ver la maravilla desde tu echado[21]!
Cuando me detuve, en una especie de mirador natural, traté de calmar mi respiración y serenarme. Luego, como la cosa más natural del mundo —como cuando se levanta el brazo para beberse un vaso de agua— me di la vuelta…
Y vi, ante mí, con una nitidez indesmayable, el metal blanquecino y brillante de las tres cumbres legendarias, con los pies aún oscuros; sobre un cielo azul, profundo e intenso, libre de nubes… ¡Los Ararat! La suave brisa que sonaba en mis oídos fue como un bálsamo para el momento indescriptible y la visión incomparable. Daba la impresión de que si yo estiraba las manos, podría tocarlos. Allí me quedé, mudo e indefenso, como si temblara ante el instante antes de estrechar la mano de César Vallejo, que él mismo extendiera, sonriente, hacia mí…
Miré entonces a mi alrededor, como para convencerme de lo real del instante. Nadie se encontraba conmigo. Nadie había querido ver el espectáculo. Nadie se interesó por el prodigio.
Y me dije entonces que hay momentos en la vida que son solamente para uno; que construimos y perseguimos esos lugares para disfrutarlos exclusivamente en soledad, mientras haya vida, aliento, conchudez y soberbia.
Luis Salazar Orsi
Para Stanley Vega, un poeta de genio alegre
Yereván es el nombre de la capital de una de las repúblicas más pequeñas y singulares del mundo: Armenia, la de los ocres intensos y aceros contundentes. Tuve la dicha de visitarla a fines de los años ochentas del siglo pasado.
Realicé el gran viaje con un grupo de estudiantes de la universidad moscovita donde estudiaba, pero en realidad hice el viaje solo y animado solamente por un solo motivo: ver, con mis propios ojos, los legendarios montes Ararat. Y no por la jacarandosa arca de Noé —una de las fantasías más pintorescas y tontas del Oriente— sino por ellos mismos, pues, según había leído en la adolescencia, los Ararat serían uno de los conjuntos montañosos más bellos del planeta. Y aquello en mí —como Lyon[1], Albi[2], Alcalá de Henares[3], Matara[4], Contamana[5], el molino de Daudet[6], Machaguay[7], la llanura de Higosurco[8], las pampas de la Quina[9] o el santuario de Meudon[10]— era un imán irresistible para mis talones y mochilas, pues en el mismo instante en que las correas de mi zaino[11] preferido empezaban a aflojarse, yo sentía que ya era hora de enrumbar en pos de otros horizontes o espejismos, que son casi lo mismo.
Yereván, pues, en aquel invierno, me cayó como anillo al dedo. Al bajar del tren en la ciudad capital, me di cuenta que el armenio escrito era una hábil combinación de cáscaras de naranja, cortadas en tiritas, y trozos delgados de viruta, de tal modo que me compré de inmediato un diario de la localidad que, de vuelta a Moscú, regalé a mi compañero de cuarto, el acordeonista Alieksándr Bogdasárov, un hombrecillo de grandes ojos, sonrisa perenne y bajísima estatura, de origen armenio.
En aquellos años mi repertorio de hombres célebres de Armenia o de origen armenio era muy escueto, pero eso ¿qué importaba, ante la magnitud del triple coloso de nieves y rocas? Enumero: Petrosián, el ajedrecista; Saroyán, el ingenioso y tierno escritor; Aznavurián, el afamado cantautor; Isaakián, el fabulista… y vete parando de contar.
La ciudad capital era un verdadero enredo porque me dijeron que se encontraba edificada sobre los cerros mismos. ¡Y hasta tenía tren subterráneo! Y así, entre paseos, visitas, conciertos, comedores, buses, tormentas de nieve y avenidas iban pasando nuestras dos semanas de vacaciones, cuando me percaté que ya teníamos que retornar a la rutina de los estudios, unos dos o tres días después. ¡Y yo que me había cansado de hurgar los ocho horizontes, a todas horas del día, y no había visto todavía ni su chupita[12] de los Ararat! Me atreví entonces a preguntar y a soltar a los vientos mi tonante secreto: —¡Los Ararat, pues, doroguíye druziyá[13]!
Cuando preguntaba, todos bostezaban y miraban a otro lado, pero yo seguía insistiendo, ya con bastante pánico y casi sin aliento: “¡Visitar Yereván y no poder contemplar los Ararat!” Hasta que una noche me encontré con uno de esos prácticos que viven en toda partes y que te sacan de apuros estés donde estés: sobre una frágil canoa en medio del Amazonas; dentro de un micro de Comas[14]; en crudo invierno en la jalca de Pishcohuañuna[15]; en la copa de una gruesa lupuna[16] sin soga para bajar, o cojo y perdido en los suburbios del Este de Chiclayo…
En cinco minutos el pata[17] me dio muy claras instrucciones que yo debía seguir ad pedem literae[18] si quería ver los Ararat: el apu[19] venerable y ancestral; el espíritu visible de todos los pueblos de aquella parte del Asia; el símbolo del alma de los armenios, hombres que se aferran con todas sus fuerzas a sus montañas, a su estirpe, a la vida. Me dijo que durante esa época del año los montes Ararat no se veían desde Yereván ni de día ni de noche porque una espesa capa de niebla cubría toda la zona, desde el amanecer; que esos montes solo podían ser vistos desde cierto sector apartado de la ciudad, justo en el momento de la aparición del alba, y durante unos treinta minutos solamente, antes de que cayera de nuevo la espesa niebla del día… A nadie le interesó la perorata ni las advertencias, pero en ese momento yo supe bien lo que tenía que hacer. Y respiré aliviado. Y esa noche me acosté sabiendo que mi viaje más deslumbrante hacia el sur del continente asiático ya estaba justificado.
Y tomé aquella breve ruta como un reto y una obligación de vida o muerte. Me levanté cuando todos mis acompañantes y amigos aún dormían, y cuando la ciudad estaba iluminada solamente por una amarillenta luz artificial. Tomé el autobús de la línea necesaria. Me bajé en el paradero especificado, aún en plena oscuridad. Éste quedaba justo al pie de una montaña que yo tenía que subir por esos caminillos de herradura que tienen todos los cerros caminables. Lo escalé, al comienzo a tientas, el tiempo indicado —una media hora— mientras una tonalidad azulina iba aclarándolo todo en forma imperceptible. Mientras subía, observé que en esa misma falda de montaña habían construido un hotel gigantesco que tenía forma y color de choclo[20]: cada grano era una habitación. ¡Me di cuenta que era un alojamiento de lujo, especialmente construido allí para que pudieras ver la maravilla desde tu echado[21]!
Cuando me detuve, en una especie de mirador natural, traté de calmar mi respiración y serenarme. Luego, como la cosa más natural del mundo —como cuando se levanta el brazo para beberse un vaso de agua— me di la vuelta…
Y vi, ante mí, con una nitidez indesmayable, el metal blanquecino y brillante de las tres cumbres legendarias, con los pies aún oscuros; sobre un cielo azul, profundo e intenso, libre de nubes… ¡Los Ararat! La suave brisa que sonaba en mis oídos fue como un bálsamo para el momento indescriptible y la visión incomparable. Daba la impresión de que si yo estiraba las manos, podría tocarlos. Allí me quedé, mudo e indefenso, como si temblara ante el instante antes de estrechar la mano de César Vallejo, que él mismo extendiera, sonriente, hacia mí…
Miré entonces a mi alrededor, como para convencerme de lo real del instante. Nadie se encontraba conmigo. Nadie había querido ver el espectáculo. Nadie se interesó por el prodigio.
Y me dije entonces que hay momentos en la vida que son solamente para uno; que construimos y perseguimos esos lugares para disfrutarlos exclusivamente en soledad, mientras haya vida, aliento, conchudez y soberbia.
Luis Salazar Orsi
[1] Patria de Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944), escritor y aviador francés, autor de El principito (1943).
[2] Patria del pintor francés Henri de Toulouse-Lautrec (1864-1901).
[3] Patria del novelista español Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616), autor de El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha (Primera parte, 1605; segunda parte, 1615).
[4] Ciudad peruana del departamento de Cajamarca que dio origen a la célebre melodía carnavalera Matarina.
[5] O Contamaná (“cerro de palmeras”, en shipibo), puerto amazónico en el río Ucayali (departamento de Loreto), que dio origen al emblemático vals amazónico de los tiempos del caucho La contamanina.
[6] Alphonse Daudet (1840-1897), escritor francés, creador de uno de los personajes más ridículos de la literatura universal, Tartarín de Tarascón (1872), fiel retrato de la naturaleza humana.
[7] Aldea peruana de la sierra arequipeña, que dio origen a la célebre tonada popular Mambo de Machaguay.
[8] Altozano cercano a la ciudad de Chachapoyas (Amazonas, Perú), donde se libró la batalla decisiva por la independencia de Maynas, el 6 de junio de 1821.
[9] Hoy Pampas de Ayacucho. Espacio abierto rodeado de montañas, al pie del cerro Condorcunca (“cuello de cóndor”), en las proximidades de la ciudad de Ayacucho (Perú), donde se libró la última batalla por la independencia definitiva del Perú y América (9 de diciembre de 1824).
[10] Localidad al SO de París, último residencia-taller (hoy museo) del escultor francés Auguste Rodin (1840-1917).
[11] Mochila (italiano).
[12] Del castellano amazónico: “Ni un pedacito, ni una puntita, ni un solo extremo”.
[13] Queridos amigos (ruso).
[14] Sector superpoblado de la ciudad de Lima.
[15] “Lugar donde mueren los pájaros” (quechua), puna ubicada en los límites de los departamentos de Amazonas y San Martín, en el NE peruano.
[16] Árbol gigantesco de los bosques amazónicos.
[17] “Amigo”, dicho con simpatía (castellano amazónico).
[18] “Al pie de la letra” (expresión latina).
[19] “Genio, espíritu protector” (quechua)
[20] Mazorca de maíz tierno (quechua).
[21] “Desde la cama, cuando uno está echado” (castellano amazónico).
Ver también:
IBERIA
IBERIA
Ponencia Encuentro de escritores sanmartinenses
http://escritoresamazonicos.blogspot.com/2008/04/ponencia-encuentro-de-escritores.html
http://escritoresamazonicos.blogspot.com/2008/04/ponencia-encuentro-de-escritores.html
Premio Páucar
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