Cumplir 50 años para una agitada vida no es poco y
contarlo, es un tanto complicado, pero este siempre rebelde reportero quiso
hacerlo en una crónica que desnuda literalmente su vida y sus pasiones.
Luis Vásquez Vásquez |
Siempre tuve miedo de llegar a los 50 años y de ser abuelo, pero el tiempo es inevitable y la vida una joda, así es que aquí estamos con unas canas bien puestas y algunos dolores propios de la edad, pero convencido ( y jamás arrepentido) de haber realizado hermosas locuras, algunas absurdas y haber tenido la suerte de abrazar una profesión que me ha permitido conocer cada pedazo del territorio de mi país, gran parte de latino América y algunas ciudades de los Estados Unidos, conversar con miles de personas, entre famosas y desconocidas y sobre todo, tener tantos amigos, que en las dificultades de mi vida han estado conmigo.
Fui un niño feliz, con una
madre extraordinaria, que hasta hoy me engríe como si tuviera 12 años, con una
abuela materna que me enseñó a mirar y sentir de otra manera la vida, con unas
tías divinas, la primera mi maestra de jardín, Encarnita Loja Vásquez, que me
ha cantado las canciones más lindas del mundo, y la segunda, mi tía Eustaquia
Vásquez, profesora de primaria, que me ha orientado acerca de los modales de
conducta, en una ciudad conservadora
y tan especial como Moyobamba, la ciudad mágica y misteriosa que albergó mis
primeros sueños, mis primeras alegrías y también mis tristezas.
Mi vida
ha estado siempre rodeada de mujeres: la Mally, que fue mi nana y cuyas manos
me cuidaron hasta el extremo y después las muchachas que trabajaron con mi
madre para que nos cuidaran junto a mis hermanos: la Florita, una chiquita con
quién hasta ahora nos abrazamos, Matilde que parece que se murió, la Teíto, que
fue tan tierna y una pena que no la hayamos vuelto a ver, Julita Arirama
Yurirama de Lagunas, que tenía una fuerza descomunal, Juanita Villacorta que
nos hacía reír siempre, Telma, Nely y Judith, que nos dejó un muchacho que mis
padres criaron, que se llama Jorge Luis, porque era el nombre de un galán de la
telenovela “Trampa para un soñador” que toda la ciudad seguía por las noches.
Mis primeros años al lado de mi abuela fueron los más hermosos, porque con ella aprendí a querer a la gente, a ser solidario, a mirar el trabajo con dignidad y en sus brazos he surcado el río Mayo para ir a la chacra a verla trabajar al lado de una mujer indomable que se llama Angelca Isuiza, que sigue viviendo en medio del bosque de Tingana. He caminado por tantos pueblitos que viven en mi memoria, junto a la tía Anita Díaz, a donde íbamos a comprar chanchos y las he visto en el trabajo de la matancería y en los negocios que mi abuela, negra y gitana, realizaba con tanta facilidad.
Por ella, por mi abuela, sé lo que piensan las personas
ante una sola mirada, reconozco de inmediato a quienes no tienen buenas
intenciones y siento anticipadamente, hasta el día de hoy, los sucesos que
puedan ocurrir a mi alrededor, que a veces me asustan, pero que he aprendido a
convivir con ellas.
Mi padre
tiene los ojos acaramelados que siempre fueron los que me cuidaron en mi
infancia. Su mirada era ley y bajo esa fuerza de sus ojos, crecimos con mucha
disciplina y al- gún temor, propio de la crianza de esos años. Pero fue el
fútbol lo que nos unió tanto, porque
aquellas tardes peloteras de la mano de papá, jamás los cambiaría por nada. Y
con él me fui de viaje por todas las ciudades de la selva: Lamas, donde nos
recibía mi tío Raúl, Tarapoto donde nos abrazaba el tío Lucho Ramírez, Juanjui,
Saposoa, donde mi padre tenía tantos amigos.
En la Escuela
de Aplicación, donde el maestro Ernesto Velarde Iglesias nos enseñó a formar
nuestras primeras letras, compartimos nuestros sueños con los primeros amigos:
Ludwing Miranda y Miguel Sifuentes, con quienes tuve que lidiar duro y parejo
para quitarnos los primeros puestos año a año, Pedrito Borbor e Idelso Villacorta, con quienes hemos
formado una delantera inolvidable, llena de goles y campeonatos bajo la
dirección técnica del profesor Severo Silva. Con mi primo Adolfo Alván y de
otra escuela apareció Rubén Padilla, con quienes empezamos a mirar con malicia
a las muchachas más bonitas de las escuelas de mujeres.
Mi amigo Beto Ríos merece una mención especial, porque
con él nos hicimos patas del alma, como hasta hoy, en el jardín de la infancia
cuando teníamos apenas 5 años y es una amistad que perdura y que ha caminado
fortalecida por el amor que teníamos juntos, por el fútbol, los libros, la
música y las mujeres de pies bonitos y que a la luz del tiempo, han sido
reforzadas por cientos de noches de bohemia espectaculares en medio de cervezas
azules, aromas de ron rojo en una tasca
de Sábana Grande en Caracas o en Bodeguita de en medio, frente a Miramar de La
Habana vieja y poesía pura en madrugadas de ensueño, algunas veces junto a
nuestro buen amigo Pablito Arévalo, cantando canciones de Pablo Milánes y
recitando a Juan Gonzalo Rose, y quién nunca quería terminar la jarana sino
completábamos las 200 botellas de la amistad.
Después
de aquellos años maravillosos vinieron algunos en el centenario colegio “Serafín
Filomeno” y yo me tuve que ir a estudiar la secundaria en un colegio militar de
Lima por disposición de mi padre. Vino la Universidad y los primeros conflictos con papá, que soñaba junto a mamá,
que su pequeño de cabello ensortijado, estudiara para ser médico y no poeta, o
en todo caso, abogado y no periodista. Ni menos hippie, ni conflictivo
militante comunista.
Era
imposible pensar que aquel niño de rulitos que se iba a misa de domingo de la
mano de la tía Eustaquia, para escuchar la homilía de Monseñor Martín Fulgencio
Elorza Legaristi, de corbatita “michi” y bañado en perfume coquito, se podría
convertir en una melenudo y rebelde joven, con barba crecida y vestimenta
indecente, rocanrolero, con ideas raras por los pobres, por la justicia, y que
encima, quería ser poeta y desgraciar a la familia.
Entrañables
poetas y escritores me dejaron sentarme alrededor de sus mesas en el Palermo y
el Cordano y muchas madrugadas en el “Chino Chino” de la esquina del parque
universitario de Lima: Chacho Martínez me explicó sus cinco razones puras para
comprometerse con una huelga, Antonio Gálvez Ronceros me hablaba en negro para
contarme sus historias para reunir a los hombres y Juan Cristóbal me hacía
entender porqué las cervezas eran siempre azules. El zambo Gregorio Martínez nos
contaba acerca de la gloria del piturrín y otros embrujos de amor, mientras el
gran pintor Pancho Izquierdo, dibujaba a punta de lápiz de carbón a una niña que vendía
cigarrillos.
Si
alguien me ha enseñado tanto joder a través del periodismo fue sin lugar a
dudas el gringo Guillermo Thorndike en La República, el Chema Salcedo a
puntualizar la frase y el negro Héctor Perona, especialista en policiales, a
contar la historia en tu cabeza, sin nada de grabadoras.
Por
el periodismo conocí personas
entrañables, artistas, escritores, cantantes, vedetes, políticos de todas las
ideas, hombres ricos y pobres, la riqueza y la miseria, delincuentes,
prostitutas, deportistas, mujeres encantadoras. Entrevisté a la actriz Martha
Figueroa en su esplendor, a Gisella Valcárcel en sus inicios, a Efraín Aguilar,
a Guillermo Rossini, a Melcochita y al chato Barraza y también a Susana Baca, a
Aurora Colina, a Delfina Paredes, a Cecilia Barraza y Eva Ayllón. A don
Fernando Belaúnde, a Alfonso Barrantes, a Valentín Paniagua y Genaro Ledesma, a
Hugo Blanco y a don Jorge del Prado. A Humareda y Oscar Allaín. A Blanca Varela
y Carmen Ollé y con Domingo de Ramos me metí una tranca de dos días.
Por el
periodismo conocí gran parte de latino América y a través de la Asociación
Nacional de Periodistas realicé viajes para participar en congresos y
seminarios en Caracas donde están las más bellas carajitas, llegué a
Montevideo, la tierra del poeta Mario Benedetti, para soñar con su poesía y
después a Buenos Aires, en buque bus, por el río de La Plata, donde no solo
encontré librerías extraordinarias, sino estuve en el mismo estadio de
Independiente en Avellaneda, donde Ricardo Bochini, el bocha, hizo las mejores
diabluras con una pelota. Años después estuve en la casa de Pablo Neruda en
Isla Negra, en las calles de La Habana y en la plaza de la revolución, donde
fui tantas veces feliz, en Bogotá, en ciudad de Panamá, en Santa Marta, en
Nueva York y Washington, pero en ningún lugar como en la selva, en donde el sol
se junta con la luna, en donde el viento te abraza al atardecer y una lluvia
tierna y misteriosa moja tu rostro y tu memoria.
Estos 50 febreros
me encuentran con una úlcera juvenil ya superada, una pancreatitis, cálculos
renales y un infarto. Encima hay dolores musculares, huesos complicados, caída
de cabello, insomnios, problemas estomacales, cansancios y a veces falta de
energía para todo, incluyendo lo que estás pensando. Los pastilleros están
llenos de vitaminas, ranitidinas, digestivos, desinflamantes y somníferos.
Mis
tristezas viven conmigo: cuando se fue mi abuela, cuando perdí a mi hija y
cuando por esas cosas del destino, mi hermano, el más bueno del mundo sin
exagerar, con quién he jugado a cachacos y ladrones, se marchó de este mundo
tan de prisa.
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Gonzalo, Pedro, Christian y Gonzalo abuelo. |
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