domingo, 21 de marzo de 2010

Circunstancias


Por Willian Gallegos Arévalo

Cierta tarde, Rosita Sanancina, una agraciada dama huallaguina, me preguntó: “¿Vale todavía tu pico?”. Como no podía ser de otra manera, me dejó estupefacto, anonadado y perplejo. Quedé más confundido que regidor edil, pues muchos de ellos no saben cuáles son realmente sus funciones, más aún cuando se convierten en opositores de los alcaldes y promotores de la ingobernabilidad local.

Rosita tiene el estereotipo de las amazónicas: linda, trigueña, sensual, y unos ojazos, como si fuera una diosa de la mitología griega. Un poco rellenita, ahora, pero sin rollos y provocativa, ella conserva aún ese cabello corto que me dejaba disfrutar de su cuello, y ese color de piel que me apasionaba hasta la locura.

La pregunta que hizo desubica al más equilibrado. Y eso debió ocurrirle al famoso explorador escocés David Livingstone en la segunda mitad del siglo XIX, cuando el periodista Henry Stanley, comisionado para buscarle – pues años no se sabía nada de aquel y, supuestamente, se habría perdido en las profundidades de la selva africana--, lo encontró en la ciudadela de Ujiji, a las orillas del lago Tanganica, y sólo atinó a preguntarle: “El doctor Livingstone, supongo”.

¿Se imaginan a Livingstone –famélico y enfermo, rodeado de decenas de cutatitos--, recibir un saludo así? ¿Quién más podría ser, sino él? Pero, como sabemos, los periodistas se pasan, y a veces hacen preguntas innecesarias para terminar una entrevista, como, por ejemplo: “¿tiene algo más que agregar?”, cuando ya se dijo todo.

¿Qué insinuaba Rosita? ¿Me provocaba? ¿Eran sus recuerdos de momentos apasionados? Y comencé a hacer memoria de los tiempos de ñangué en que me perdía y disfrutaba de la vida; cuando me salía el “salto del tigre”, y me daba el lujo de escoger los pescados.

“No dices nada, soperito y chuchuterillo”, dijo, y miré aterrado a mi alrededor pues no quería que nadie se enterara de mis habilidades o inclinaciones. Y comprendí que algo quería, y no podía perder la oportunidad, más en esta época cuando comer corvinas ya no es de todos los días, y tenemos que contentarnos con ractacaras, como diría mi amigo Benjamín Sánchez Pinto.

Vino a mi memoria el famoso romance español de la gentil dama que quiere al pastorcito seducir: -Vete con Dios, pastorcillo, no te sabes entender, /hermosuras de mi cuerpo yo te las hiciera ver: /delgadica en la cintura, blanca soy como el papel, /la color tengo mezclada como rosa en el rosel, /el cuello tengo de garza, los ojos de un esparver, /las teticas agudicas, que el brial quieren romper, /pues lo que tengo encubierto maravilla es de lo ver… Y ocurrió lo que tenía que ocurrir.

Ya erotizado pude darme cuenta que, a sus cuarenta años, seguía esbelta y puntasiqui. Debajo de su blusa estaban dos poderosos caimitos: sus pezones amenazaban romper esos níveos sostenes y despertaron mi lujuria. Sentí una fuerte vibración interior y turbación, y tuve el deseo de perderme y dar rienda suelta a mis desenfrenos.

Rosita me miraba insinuante y con su sonrisa me hacía quecos, y fue que apareció un motocarrista quien venía con la culpabilidad de haber cometido cien infracciones de tránsito, entre ellas, cincuenta violaciones de la luz roja y veinte adelantadas por la derecha, e hizo la pregunta: “¿Los llevo a La Finca?”

Los motocarristas son unos chuchines: se las saben todas. De ellos depende la seguridad, la disciplina y el orden en la ciudad. En muchísimas ocasiones nos sacan de apuros; en otras, pueden cogotearnos.

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